Taller de ética y valores Nº2.6
Grado 9º
Tema: una NAVIDAD
DIFERENTE
Mientras conducía mi auto hacia el
hospital aquella húmeda mañana decembrina, no podía sospechar que sería un
viaje hacia una sola dirección. Repitiendo lo que había hecho como un ritual en
los años anteriores, me detuve en la limitada área de estacionamiento y me
dirigí a la oficina de admisión, donde llené las formas necesarias para mi
examen física anual de rutina. Era la temporada navideña de 1982. En el centro
de la sala de espera había un magnífico árbol de navidad. Daba un bonito toque
de bienvenida En el aparato de sonido se escuchaban los villancicos,
recordándonos esa temporada tan especial del año y también recordándonos que
era “una época llena de alegría”, que “debemos portarnos bien” y que debemos
decorar los salones, “con ramas de pino y acebo” y que debemos prepararnos, en
general, para la “noche de paz” venidera.
Me encanta la temporada navideña.
Siempre ha representado para los Buscaglia la espera de alegres acontecimientos
familiares. Cuando papá estaba agonizante, llamó a mi hermana mayor a su lecho
de muerte y le suplicó que se encargara de “mantener unida a la familia”.
Estaba convencido, como mamá lo estuvo antes que él, de que la manera de
lograrlo era celebrando frecuentes reuniones con abundante comida.
—Los rituales son buenos para la
mente y para el corazón —solía decir—. Nos proporcionan algo que esperar, algo
con que contar. Nunca puede haber demasiadas celebraciones.
Mi hermana tomó este mandato tan a pecho
que ella y su marido construyeron un enorme salón familiar y estaban seguros de
que duraría por muchas generaciones, para efectuar las reuniones de la familia.
Así se podría asegurar que la familia se reuniría durante las fiestas
navideñas. En unos cuantos años se hizo evidente que sólo podríamos reunir a
toda la familia en un solo lugar, alquilando el gran salón de bailes del hotel
local. Las familias, especialmente las italianas, tienen la costumbre de crecer
y quedar fuera de control. Nos vimos obligados a dividimos en dos grupos de
festejantes en dos lugares diferentes.
Así sería esta navidad, con
celebraciones familiares separadas, pero unidos en el amor. La pasta se
preparó. El antipasto se planeó, se rebanó y se marinó. Se compraron las aves y
se prepararon para rellenarlas. Se hornearon los planes y galletas de navidad y
las castañas se hirvieron. Días antes, las cocinas de mis dos hermanas eran una
fiesta para los sentidos: alimentos en tentadores arreglos de color, forma,
textura y tamaño; los celestiales aromas de romero fresco, orégano, salvia,
cebolla, albahaca y ajo. Este sería un banquete digno de los paladares que
tantos años habían pasado educando papá y mamá.
Nunca pasó por mi mente que yo no
participaría de estas maravillas. A insistencia de mi médico, había apartado
las vacaciones navideñas de las clases universitarias para someterme a mi
examen físico anual. Allí tuve un ataque cardíaco masivo. Por fortuna para mí,
sucedió en el hospital. Caí en brazos de un cardiólogo que se encontraba a unos
metros de distancia del pabellón de cardiología. Ocurrió rápidamente, sin
advertencia, y me incapacitó por completo. En unas cuantas horas decidieron que
si habría de sobrevivir tendría que someterme a una operación de emergencia,
por una desviación cardiaca quíntuple. A menudo se dice que los italianos somos
la gente que más demuestra sus emociones. De hecho, la longevidad de los
italianos con frecuencia se atribuye a esta tendencia a expresar lo que sienten
en su interior y, luego, después de expresarlo, lo dejan. Un ejemplo sería la
reacción de mi familia ante mi enfermedad. Cuando se conoció la gravedad de mi
condición, toda la familia se sumergió en la desesperación y la histeria.
De ninguna forma se celebraría la navidad estando yo en el hospital.
¡Jamás! Lágrimas, oraciones, rosarios y lamentos, sí, pero
los festejos bajo estas condiciones no se podían considerar ni remotamente. En
general. Se acordó que todos los planes para la temporada navideña se
cancelarían de inmediato. No habría navidad, en esta ocasión, para los
Buscaglia.
Tuve que gastar casi toda la
energía que me quedaba para obtener una débil promesa de que las fiestas
navideñas continuarían de acuerdo con los planes, aunque yo no estuviera
presente. Después de todo razoné, todo estaba listo: la comida (y ellos
tendrían que comer), el lugar de la reunión (y ellos querrían estar con la
familia en estas circunstancias), los regalos (ya comprados y envueltos bajo el
árbol), y yo no quería ser la causa de que los niños dejaran de tener lo que
por tanto tiempo habían estado esperando. No estaba muy seguro de que la
familia quedara enteramente convencida, por ellos abandonaron mi habitación en
el hospital entre lágrimas, con cierta promesa por mí se reunirían, pero no se
sentirían felices.
Es una extraña e inexplicables
características de los seres humanos que, por lo visto, nunca podemos apreciar
las cosas hasta que se presenta la posibilidad de perderlas para siempre. Las
cosas pequeñas que pocas veces ameritan nuestra atención, ahora adquieren un
nuevo significado. Empezamos a ver con mayor claridad cómo nos perdemos algunas
veces en lo mundano y en las cosas que carecen de importancia. Nos preguntamos
cómo es posible que nos quejáramos de tantas pequeñeces, o por no nos detuvimos
en el camino el tiempo necesario para experimentar la belleza de la temporada
navideña. Me dio mucho en qué pensar, al darme cuenta de que para la mañana
siguiente quizá todas estas cosas hubiesen desaparecido para mí… y quizá para
siempre.
Por fortuna y a pesar de algunas
complicaciones menores, la operación resultó todo un éxito. Todo fue como un
milagro. Un cirujano a quien apenas había conocido brevemente, tomó mi corazón
en sus hábiles manos y le puso nuevas arterias, para luego regresarlo a su
lugar: una especie de renacimiento. ¡Qué maravilla!
En unos cuantos días me trasladaron
a una habitación privada en el pabellón de cardiología. Unos desfiles
constantes de seres amados se acercaron a mi lecho. Cada una de las personas
portaba regalos, cosas que ellos sentían que eran indispensables para mí:
lasagna cocida, salchichas hechas en casa, salami, mortadela, castañas en puré,
flores, plantas en macetas y mi golosina favorita de la temporada: frittura dussam harina de maíz,
empanizada con cáscaras de limón y frita en mantequilla.
Ahora, más que nunca, estoy
consciente de mi mortalidad. En algún momento, aún desconocido, es posible que
no tenga la misma suerte que tuve en 1982. Pero es inútil pensar en eso.
Prefiero aceptar el reto que sugiere para que el resto de mi vida sea una
celebración constante de navidad.
Aún me quedan muchos años por delante para dar, compartir,
aceptar y amar. Quiero vivir este tiempo que se me ha asignado en un espíritu
navideño. ¿Qué mejor manera hay de vivir? Siento instintivamente que sólo esto
de un significado verdadero a la vida y nos ofrece cierto contacto con la
inmortalidad.
Actividad
1. ¿Qué
representa para ti la navidad? ¿Hay algo que te gustaría cambiar de la forma
como se celebra? Escríbelo en el cuaderno
2. ¿Qué otras
maneras existen de unir a una familia?
3. ¿Cuáles son
los eventos que, por lo general, celebran las personas? ¿Hay algunas otras
cosas que deberían celebrarse? ¿Cuáles?
4. ¿Te es
fácil expresar tus emociones?
5. ¿Cómo
habrías reaccionado de ser tú el enfermo? ¿Y si hubieras sido un miembro de la
familia?
6. ¿Has
pensado alguna vez en estas realidades de la vida? Redacta un breve ensayo para
exponer tus opiniones al respecto.
7. ¿Es posible
hacer de la vida una constante celebración? ¿De qué manera? Exprésalo a través
de un medio artístico (fotografía, pintura, teatro, etc).
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